La infancia es el territorio de la magia. Es aquel lugar donde aún podemos ver suspendidos en el aire infinitos globos que nunca explotan. Una comarca inexplorada con destellos de oro y mirra, repleta de sueños de papel y lápices de colores... La niñez es un bosque encantado con árboles que dan manzanas de caramelo, un arcoíris donde viven nuestros amigos invisibles y nubes de algodón de azúcar… El sol es un enorme balón amarillo, las estrellas chispeantes esperanzas colmadas de nata y chocolate, y la ilusión es una bengala siempre encendida…
Me desperté con el piar de muchos pájaros. Un sonido muy agradable que me relajaba. Su insistente trino sonaba parecido a los altavoces de la plaza del pueblo en fiestas. Ya faltaba muy poco para que las monjas nos dieran las vacaciones. Me ilusionaba mucho ver como se iban acercando aquellos interminables días de sol, de chapuzones en el río y de largas horas jugando en la calle entre risas y un montón de helados.
Pero además, estaba así de contenta porque aquella mañana con cientos de vencejos revoloteando en el cielo, tomaba mi Primera Comunión. Tenía nueve años y la extraña sospecha de que podría ocurrir cualquier cosa. Todo amanecía en silencio y aún no entraba mucha luz por entre las rendijas de la persiana. Me senté en mi cama, me recosté sobre la almohada y me quedé muy quietita, temblando de emoción por una mezcla de miedo, alegría y nerviosismo.
Observé mi ropa y me pareció que una de mis pulcras sandalias de comunión se había desplazado un poco hacia delante. Abrí mis ojos como platos soperos y fijé mi vista en aquella pillina que me desafiaba. Y cuál no sería mi sorpresa cuando, de pronto, las dos comenzaron a trotar ante mi atónita mirada, ¡mis sandalias bailaban con animación los pasos que marcaban unos pies invisibles! Espantada, me escondí debajo de las sábanas durante unos instantes, convencida de que cuando me destapara, todo seguiría en su sitio como cuando desperté. En un intento de calmar mi miedo y excitación, comencé a pensar en los regalos que iba a recibir ese día, en la muñeca Nancy de mis sueños que me prometió la tía Merche. Sin embargo, me incomodaba ver tantas caras pendientes de mí en la capilla del colegio o quedarme en blanco cuando me tocara recitar mis preces ante el altar. Mis padres decían que era una niña muy rarita y especial. Y yo, en la soledad de mis juegos, siempre estaba inventando historias mágicas e imaginando como cobraban vida delante de mis ojos cepillos de barrer, abrigos y el fuerte completo de indios y vaqueros. Con eso me sentía diferente y poderosa ante los que me llamaban bicho raro y no creían en la magia. ¿Magia? Me acordé de mis sandalias saltarinas y despacito fui apartando con cuidado la sábana de mi cara… Volví a mirar y allí estaba él, en la semioscuridad de mi cuarto, colgado del perchero de la puerta, entre sombras burlonas y perezosas que jugaban a moverse al ritmo de la luz, mi traje de Primera Comunión.
Era un sencillo vestido de monjita con un cordón blanco anudado a la cintura que casi llegaba hasta el suelo. Desde el cuello caía un rosario sobre los hombros, se parecía al hábito de alguien muy bajito. Debajo de él, apoyadas en su caja, estaban las relucientes sandalias blancas que un momento antes había visto danzar ante mis desorbitados ojos. Embobada, como dentro de un sueño, recorría de arriba abajo, de abajo a arriba, una y otra vez y vuelta a empezar, aquel insólito conjunto de comunión… Cuando, de repente, comenzaron a agitarse otra vez. Esta vez, el espectáculo que vi frente a mis narices me dejó completamente boquiabierta y fascinada; junto con las sandalias, mi vestido también estaba bailando, vivaracho y animado, al son que dictaba el ritmo de un cuerpo invisible.
En medio de tan frenética danza y cuando intenté articular un apenas audible «Mamá», la puerta de mi habitación se abrió y el semblante sonriente de mi madre exclamó: ─Hija, ¿ya estás otra vez con tus cosas?
Yo continuaba en mi cama, inmóvil, con la boca y los ojos abiertos como espuertas y con mi dedo índice señalando hacia el perchero, lugar que ahora ocupaba mi madre y donde tan sólo unos minutos antes mi vestido de comunión había interpretado un divertido número a lo Fred Astaire.
─ ¿Qué?, ¿tu traje? ¡Pues claro, aquí está! Venga, deja de hacer el tonto y levanta ya de una vez. Tienes que vestirte, que no se haga tarde… Pero, nena… ¿estás bien? Con un trémulo hilo de voz, alcancé a contestar un entrecortado «Sí» alargando, aún vacilante, la í.
Aquel día de mi Primera Comunión, ya en la capilla del colegio, cuando caminaba hacia el altar junto a mi compañera y con un cirio rojo que abultaba más que yo, miré de reojo a las demás chicas y a todos los familiares allí congregados, todavía nerviosa e inquieta, pero muy divertida notando en secreto como el poder de ese increíble vestido me hacía sentir mucho menos rarita y solitaria, y convencida de que yo era la única niña que en aquellos momentos disfrutaba de un traje mágico.
Villalba, 17 de Diciembre de 2008.