He leído pocas definiciones de la contundente (en sonido) palabra “tocapelotas”. Ácida y cargada de cierta socarronería, no se pasea por el diccionario de la RAE y en papá Google encuentras ciertos sinónimos como: fastidioso, “follonero" o persona que habitualmente molesta. A lo largo de mi vida me he topado con unos cuantos-as y algunos incluso me ofrecieron su amistad de toga y birrete. Por mi experiencia con ellos, he comprobado que estos individuos no sólo molestan de forma habitual –y no deseo enredaros en ninguna clase de trabalenguas–, son molestos con mayor frecuencia de la que nos gustaría y encima no se molestan, jamás, en escuchar tu opinión, empatizar contigo o entenderte; sólo tienen un objetivo: poseer a toda costa la razón, esa especie de afirmación o realización tan necesaria para el ego y tan poco productiva para el espíritu. La razón para ellos es un estandarte, la bandera de los grandes exploradores, es como un: “YO soy Amundsen y estuve en el Polo Sur; y eso nadie me lo discute…” Y pobre de ti como te atrevas a hacerlo o levantes un poco la mano para opinar otra cosa, por ejemplo, que además de Amundsen hubo más exploradores como el malogrado y mítico Scott… se puede liar parda.
Esta curiosa expresión, t-o-c-a-p-e-l-o-t-a-s, convertida en palabra al unir verbo y sustantivo en su escritura, tiene un sonido tajante y si decimos o escuchamos:
“¡Vaya t-o-c-a-p-e-l-o-t-a-s!” produce más desahogo anímico que sus sinónimos o afines. Sin embargo, yo prefiero usar de ahora en adelante la alternativa:
t-o-c-a-n-a-r-i-c-e-s, en honor a un órgano que todos poseemos, mientras que las pelotas, con perdón, son dominio exclusivo de la anatomía masculina –y eso nadie me lo discute, ¿verdad?–.
Los tocanarices, mucho antes de tomarse la molestia de conocerte, ya te han juzgado y condenado sin remisión. Siempre encuentran algo en ti que les irrita sobremanera: “Querida, ¿has cambiado tu forma de vestir?...”, pero no siempre saben qué es exactamente: “Me callo más cosas de las que te digo…”. Inflexible y en exceso intolerante con tus defectos, el tocanarices está dotado de un detector invisible conectado a un escupidor automático que funciona a tiempo completo o, como dirían los ingleses, full time.
Bajo su estricto y estrecho punto de vista, a menudo las cosas están mal colocadas, fuera de lugar o no son como ellos creen que deberían ser: “Antes no pasaba esto, menuda desfachatez…”. Mientras el barco se hunde y tú corres despavorida a intentar salvar el culo o a ayudar a otros a salvarlo, ellos se entretienen entre los músicos blandiendo amenazantes el arco del violín ante el descuido de un capitán mediocre o de una camarera insolente que te sirve la sopa con cucharilla de postre. La culpa es tuya o de otros, ellos nunca reconocen sus errores: son perfectos, básicamente. Aunque jamás te sabrán decir cuál es su planeta de procedencia.
Los tocanarices no entienden el TÚ, viven encorsetados en un YO muy ajustado que, además, no comprende lo de perder kilos o peinarse de otra manera. Ellos son los ninguneados e invalidados en todo momento, por eso sienten el mundo como una amenaza y a la mayoría de los mortales mediocres como un grano en el culo, ¡les disgustamos e irritamos hasta la saciedad! Son personas especialistas en el camuflaje, han aprendido a pegar coces y a estar a la defensiva, sobre todo porque tienen mucho miedo; así se disfrazan de leones o se calzan una coraza de tipo duro: “Si soy borde, los demás me respetarán…” Lo importante: disimular las emociones. Prefieren vivir de espaldas a sus sentimientos, ese mundo tan ajeno y extraño; y como están inmersos en las aguas estancadas de su ego, nadando dentro de su particular, ancho y cómodo flotador de indulgencia, son incapaces de situarse en tu lugar o de entender los tuyos. Como único acercamiento posible, despliegan su mapa mental de impertinencia y su larga lista de “deberías” esgrimiendo el índice acusador.
Son tremendamente reacios a que los demás les ayuden cuando lo necesitan, ¡ellos son autosuficientes desde la cuna y sacan sus propias castañas de las brasas del achicharramiento, faltaría más!
El tocanarices se nutre con la crítica (destructiva) y la negatividad, y el antagonismo es su calzado diario. Su bebida preferida es la discusión con una buena tapa de arrogancia salpimentada con soberbia. Guardan como trofeos aquellas peleas en las que ven como tu rostro muda del blanco al berenjena en cuestión de segundos, o como saltas del asiento propulsada por el veneno de su aguijón. Te sonríe con una especie de labio egipcio, de perfil, y te clava su mirada maquiavélica para volver a afilar la daga una y otra vez. Aunque sepa que tú estés diciendo la verdad o lo correcto, jamás dará su brazo a torcer y seguirá erre que erre. No conoce el agotamiento porque se carga con tu energía, ¡cuidado, es un vampiro muy sutil! Su especialidad es la negación, te niegan y te rebaten hasta el color de tus ojos o tus propias ideas políticas, si es que las tienes. Sabe perfectamente cómo sientes y cómo piensas, ¡mejor que tú mismo! Se llena la boca con aquello de: “¿Ves? ¡Te lo dije! ¡Te avisé!”.
Y no se te ocurra sentirte ofendido y hacérselo saber, ¡como osas quitarle el cetro de la ofensa!, ese sólo lo ostenta él y nadie más… ¿Bromeas?, tú eres el molesto afrentador, desafiándole como un mosquito en una noche estival de bochorno, ¡ni se te ocurra! Mejor dejar las cosas como están e intentar tener la fiesta en paz, porque como raje su saco… querrás salir corriendo o haciendo fú como los gatos. Su lista, interminable, recorrerá todos los tiempos verbales, hasta los más pretéritos.
El tocanarices posee una categoría para definir a cada persona: “Este es un pijo, el otro un indeseable, aquel un mamarracho y tú… ¡un imbécil!" Y así una larga lista con poco o nada positivo y cero halagos. Tiene una dificultad casi genética para ver lo bueno de otros o dedicarle alguna palabra amable de vez en cuando. Si te estás divirtiendo en una velada, fiesta o reunión, es mejor que no se lo hagas saber, ni siquiera de forma sutil, hará lo indecible para amargarte el pastel y además intentará embadurnarte de chocolate tu vestido nuevo. Es un aguafiestas profesional, cuando percibe la más mínima alegría, activa su mecanismo de escupir amargura en plena jeta. “Querida, esta música es insoportable y me levanta jaqueca…”, “¿¡Pero dónde habrán comprado este vino tan peleón!?” “Esta fiesta está sembrada de indeseables…”.
Cuando te encuentres con alguien que rebate cualquier tema que se deposita sobre la mesa, no lo dudes, estás, casi con toda seguridad, al lado de un tocanarices. Ellos entienden de la reproducción en cautividad de las mariposas monarca, de las fluctuaciones de la bolsa y de las leyes más peregrinas; se saben los porcentajes de memoria y los temas político-sociales suelen ser sus preferidos. Y cuidado con los temas de salud, te dejarán por los suelos a costa de exhibir el buen funcionamiento de la suya. “Querida, ten cuidado con ese pie, una tontería puede acabar en amputación”, “Huy, mucho ojo con la depresión, es la antesala del suicidio…” Lindezas de este tipo ponen la guinda a un encuentro amargo y antipático y tú te preguntas, mientras intentas tragarte el último sorbo de café para no escupirlo, el por qué has vuelto a caer en sus garras, ¡por qué has dado pie a esa reunión de plomo derretido! Quizás porque eres rematadamente imbécil, como él mismo te ha sugerido en más de una ocasión con esa agresividad verbal que tan poco intenta disimular.
Existe una ley en la naturaleza que es bastante infalible, la ley de la atracción. Según esta ley atraemos a nuestra vida todo aquello afín a nuestras acciones, pensamientos y emociones. O sea, que si uno es un cenizo, no se rodeará más que de tonos pardos y grisáceos, y si uno es un…
¿¡¡t-o-c-a-n-a-r-i-c-e-s!!? ¡Socorro! Con carácter de urgencia comienzo un sondeo entre amigos (no tocanarices, claro) y familiares: “Oye, ¿tú crees que soy una tocapelotas?”. Las respuestas, acompañadas de una buena carcajada, son unánimes: “¿Tú? ¡Si estás siempre flotando en tu mundo de sueños! A veces eres algo mandona, socarrona y con mucho genio, claro, cuando abandonas tu órbita…”. Algo más tranquila, comienzo a pensar por qué yo he atraído a tantos tocanarices a mi vida; y la única razón que se me ocurre sigue siendo la afinidad, pero de los polos opuestos. Nos encontramos con determinadas personas en nuestro devenir porque ambos necesitamos aprender algo del otro o con el otro. Creo que el miedo es el responsable de que estas personas tengan siempre su daga a punto o el aguijón bien cargado. También es cierto que todos hemos tocado o tocamos también al prójimo las narices alguna vez y que, además, existen grados. Los hay que, cual aleteo de libélula, apenas rozan levemente tu nariz y están los que te la dejan como un pimiento morrón; por desgracia, son los más numerosos.