Me duele todo el cuerpo como si un millar de corrientes eléctricas lo estuvieran recorriendo palmo a palmo, centímetro a centímetro. El tacto áspero, rugoso y cortante del asfalto me quema la piel, sobre todo en aquellas partes de mi cuerpo que no están protegidas por la ropa. Detecto un inconfundible y penetrante olor a polvo, gravilla y alquitrán. Los olores son muy importantes para mí. A veces están indisolublemente entrelazados con el gusto y los sabores. De repente, me acuerdo de Marcos, un antiguo novio con el que salí hace algunos años. Una de las cosas que más nos gustaba hacer, entre nuestros juegos sexuales, era pasar nuestra lengua muy despacito a lo largo y ancho del cuerpo del otro porque así aprendíamos, o eso creíamos nosotros, a conocernos mejor. Cada rincón del cuerpo sabía y olía de una determinada manera. Detrás de sus orejas y en general, su cuello, me olía, me sabía, a roscón de Reyes con chocolate. Me hacía sentir tanta ternura, que por unos instantes, todo mi ser vibraba de intensa emoción y placer. Su ombligo y su vientre eran salados y olían a besos, risas y aperitivo en una terraza de un día de sol primaveral. Cuando Marcos me hablaba, siempre lo hacía acariciándome las mejillas y su voz me hacía sentir como cuando era niña y mis padres me llevaban a escuchar a la orquestina que venía a tocar a las fiestas del barrio, era tal mi entusiasmo y alegría, que me ponía de inmediato a bailar, consciente de que muchas veces me costaba seguir el ritmo, pero poco me importaba a mí eso en aquellos momentos de júbilo.
Así era como me sentía cuando Marcos me contaba cosas o me susurraba al oído (…)
Ruidos de pisadas y voces que se van acercando y aglomerando a mi alrededor. Cláxones impacientes, la sirena de una ambulancia y el reconocible y estruendoso ulular de un coche, a lo sumo, dos, de policía, inundan el lugar como viento de tormenta, rabioso y desaforado.
Una mano grande, cálida y con tacto de látex, coge con mimo y cuidado mi cabeza, la levanta brevemente y la vuelve a depositar, muy suave y lentamente, sobre una especie de almohada que siento fría e hinchada.
Trato de pensar, de situarme…
─ Señorita, ¿puede oírme?, ¿cómo se llama?─escucho una voz de hombre joven cerca de mi cara, de hecho creo que es la misma persona que ha puesto mi cabeza sobre esa especie de almohada─ ¿Señorita?, ¿cuál es su nombre?─ insiste. En el tono de su voz detecto un poco de compasión y algo parecido a preocupación.
Quiero hablar, pero mi garganta no colabora. Parece un sueño. Pero yo sé que no lo es. Lo último que recuerdo es que estaba cruzando la calle con mi perro, Trasgo, o más bien me cruzaba él a mí… “¡Dios mío, Trasgo!, ¿dónde está mi adorado Trasgo?, ¿qué me está pasando?” Un grito ahogado de angustia lacera mi alma y, de repente, levanto un poco la cabeza, siento como si me estallara en mil pedazos y con voz apenas audible, consigo balbucir ─: Bren…da, me llamo Brenda Mar…─ permito que mi cabeza, que pesa como plomo, vuelva a su sitio. Un intenso y punzante dolor recorre mis piernas. La boca me sabe a sangre seca, no consigo mover mis manos, “Dios mío, ¿será mi final?…”, y siento una inmensas ganas de orinar y de vomitar…
Me llamo Brenda Marviux y dentro de un mes cumpliré cuarenta y cinco años. Nací en España pero mis padres son americanos, procedentes de la mítica y tranviaria ciudad de San Francisco. Aún vivo con ellos, con mi perro Trasgo, un labrador que literalmente es el bendito niño de mis ojos y con Luna, una gata siamesa que cuando la cojo es como si me acariciasen cientos de dedos cálidos, enfundados en terciopelo.
Trabajo en la librería que regenta mi padre desde hace ya más de tres décadas, en la sección de Braille o libros para ciegos. Me quedé ciega apenas cumplidos los dos años de edad y la verdad, no guardo ningún recuerdo de ese breve tiempo de mi vida en el que según los informes médicos fui vidente. Mi sensación es que siempre he sido ciega.
Soy hija única y mis padres han dedicado todos sus esfuerzos y gran parte de su vida a intentar hacer la mía más práctica y asequible, pero la gran verdad es que soy una persona mutilada en un mundo que se rige por los colores y minusválida para una sociedad que necesita ser mirada cuando ella mira.
No tengo muchos amigos. Sin embargo, sí tengo una amiga del alma, se llama Marta y es vidente. Nos conocimos en el barrio cuando ambas teníamos seis años. Recuerdo haberle preguntado, cuando aún éramos dos alocadas y felices adolescentes, “qué por qué se acercó a mí para hablar cuando aún éramos unas niñas” y me contestó con esa firmeza, decisión y sinceridad que caracterizan a mi amiga, “que por curiosidad, por un lado, porque mis padres eran de un país muy lejano y por ingenuidad infantil, por otro, porque yo era ciega y ella presumió que lo uno había llevado a lo otro o viceversa y se propuso averiguarlo.” (...)
─ ¡Eih, eih, eh…tranquila, Brenda, todo va a salir bien!, es mejor que se quede quieta, ¿ok?
─ ¿dónde está mi perro?, ¿dónde es… Trasgo? ─ consigo brevemente articular otra vez, pero esta vez no estoy segura de que aquel amable joven pueda oírme. Siento como mis mejillas se humedecen por mis lágrimas. Y vuelvo a acordarme de mi querida amiga, Marta.
Cuando Marta viene a casa a verme, puedo sentirla antes de que llame a la puerta. Su presencia es como un baile de flores y además, existe como una pequeña vibración en el ambiente que se hace mucho más perceptible cuando ella se acerca. El aire que rodea a Marta huele como la piel recién duchada, limpia, transparente, sin nada que camufle su verdadera esencia. Mi amiga es una mujer muy especial.
El timbre de su voz suena como los acordes, a veces de un piano, cuando Marta está contenta y satisfecha, y otras, como los acordes almendrados de mi saxofón, una amalgama de notas amargas y azucaradas que destilan grandes dosis de melancolía cuando se siente sola, triste y herida, o no se encuentra bien de salud. Es una mujer extrañamente hermosa.
“Es alta, buena figura, aunque ahora y tras los embarazos, le sobran unos kilitos que tampoco es que le desmerezcan demasiado, no creas. Su andar es garboso y resuelto, trasmite seguridad. Y aunque tu amiga no es fea─ me dijo mi madre─ no sé hija, Marta tiene el rostro siempre como crispado… o para que tú te lo imagines, su cara parece enfadada aunque se esté riendo a mandíbula batiente, ¿entiendes Brenda lo que quiero decir?”─Perfectamente, mamá, nadie me lo podría haber contado mejor.
Y fue en ese preciso momento cuando comprendí el significado de las formas imprecisas y desconcertantes que albergaba el rostro de mi mejor amiga (...)
─ Brenda, no debe moverse. Ha tenido usted un accidente. Ahora la vamos a pasar a esta cómoda camilla para llevarla a un hospital. Tiene que intentar estar muy calmada, ¿de acuerdo?─ no era la misma voz del hombre joven de antes. Su tono era firme y seguro y su timbre rayaba entre lo grave y lo tonante. No me transmitía apenas sentimientos, parecía una voz educada en la asepsia para proteger su mundo anímico, ¿sería el médico?
─ Brenda, no se esfuerce, por favor. Intente decirme su edad y si recuerda algún teléfono al que podamos dar aviso.
─ ¿Dónde está Trasgo?... por favor… mi perro…
─ ¿Trasgo?, ¡Ah, su perro!, no debe preocuparse por él. Se lo han llevado al veterinario, se pondrá bien, como usted. Creo que se había dislocado las patas traseras, pero saldrá de ésta. Su perro le ha salvado la vida, Brenda. Si no llega a caer encima de él… es muy probable que después de la brutal embestida de aquel coche, usted hubiera impactado de forma contundente sobre el asfalto con consecuencias mucho más graves o quizás, fatales. Tiene un perro muy avezado con su…─ era la misma voz aséptica que, de repente, se detuvo e hizo un incómodo silencio. Pero ya estoy acostumbrada a que la gente sienta reparos a la hora de hablar de mi incapacidad sin tapujos, a que me traten como alguien inferior o incluso, a veces, como si estuviera también sorda o fuera una niña desvalida. Quizás, el hombre de la voz firme y tonante, quiso decir: “tiene usted un perro muy listo para lo ciega que está usted, señorita…” Y estoy harto habituada a todas estas sensaciones y a saber que es así, aunque no pueda ver el gesto en el rostro de quién lo dice.
Y como yo nunca he visto una cara humana o no guardo recuerdo de aquellas que vi hasta mis veintisiete meses, he tenido que hacer mis propias composiciones y extraer mis propias conclusiones cuando, en general, las personas me describen un rostro y olvidan que jamás he visto uno. Por ejemplo, un buen amigo de la familia, Roque, expresó un día, durante una comida familiar y hablando de una compañera de trabajo, algo así como que su rostro tenía un rictus de seriedad pero que más o menos era guapa.
¿Rictus?, ¿guapa?... Yo no entiendo de belleza o fealdad visual, desconozco lo que es un rictus, pues como ya he dicho, no he visto las caras. Sin embargo, mi mundo está repleto de formas, texturas, contornos, además de sonidos y olores. En lugar de hablar de un rictus en su fisonomía, si yo palpo un rostro humano, percibo una especie de composición de formas en las facciones que o bien me comunica armonía y paz o bien, conflicto y confusión, como la cara de mi buena amiga Marta.
─Cuarenta y cuatro… años. Y aquí─ dije con dificultad mientras me sacaba de debajo del suéter una bonita y elegante placa de oro que colgaba de mi regordete cuello desde que cumplí los tres años─ es…está el teléfono donde pueden llamar, pero por favor─ imploré mientras cogía la primera mano que sentí a mi lado, dentro ya de la ambulancia y de camino al hospital, era la mano grande y cálida del hombre joven del principio─ díganselo con todo el tacto del mundo o mejor aún, procuren ir con vista, mi padre está enfermo del corazón ─le rogué a aquel amable hombre mientras intentaba tragar saliva con sabor a gravilla y a sangre seca. ¡Su mano era tan cálida y reconfortante!
Todas las sensaciones que me transmiten mis sentidos vivos son el pincel con el que yo pongo color o luz a la aparente oscuridad de mi mundo.
Tocar, acariciar, palpar, rozar, frotar, rascar, para que mis manos, mis dedos, me perfilen y afinen el mundo.
Oír, escuchar, percibir y aguzar para que mis oídos me hablen, me enseñen toda la sabiduría que contiene el mundo.
Oler, inhalar, olfatear como los animales, porque mi nariz quiere mostrarme todas las sensaciones y emociones que conforman el aliento de este mundo.
Degustar, catar, deleitarme, paladear todos los sabores del mundo para que mi boca me hable de las sustancias que componen el mundo.
Todas estas cosas son las que encienden mi antorcha en un mundo que vosotros, los videntes, imagináis permanentemente oscuro y yermo.
Después de veintisiete interminables días, Brenda abandonó el hospital con una pierna aún escayolada, varias cicatrices frescas y una cantidad considerable de contusiones y moratones. Su madre conducía la silla de ruedas que dejaría sólo y cuando tuviera la pierna totalmente recuperada. Su perro Trasgo, el niñito de sus ojos, todavía cojeaba, sin embargo, el animalito hacía ímprobos esfuerzos por trotar como de costumbre al lado izquierdo de su adorada Brenda.
Villalba, 29 de septiembre de 2008 (revisado y reescrito el 26 de mayo de 2009)