
“Cuando alguien indeseable se te acaparre en el alma y pretenda estrangular tu senda, apártalo de tu camino, déjalo atrás, sin la menor piedad, no podría ser de otra manera si pretendes crecer…”
A Ignasi...
Capítulo Tercero: Quedarnos con lo necesario, arrancar la mala hierba.
El mago Lumbrel está ojeando el libro que tiene en sus manos. Es un bellísimo ejemplar llamado: “Ser como el río que fluye” de Paulo Coelho, un humano muy especial. Ha escrito ya muchos libros extraordinarios y ha sido premiado en varias ocasiones, entre ellas, fue nombrado Caballero de las Artes y las Letras. Lumbrel, con el gesto ensimismado y el ánimo absorto en toda la magnitud de aquel libro, va recorriendo con su dedo índice y parándose un instante en aquellas lecturas que le parecen más interesantes y que podrían ser candidatas para las reflexiones de aquella noche con sus amigos, las cuatro ninfas y el duende del bosque.
En ese momento y con andares taciturnos, llega Glïky. El mago sabe que algo le ha pasado, ya que su caminar no es trotón y alegre como de costumbre.
─ ¡Maldita sea, no puede ser, que me corten las barbas!─ exclama el duendecillo con el gesto mudado por el enfado.
─ ¡Vamos, vamos, amigo…! ¿Qué es lo que tanto turba tu ánimo?, ¿qué te ha ocurrido, querido Glïky?─ escudriña el mago al duendecillo, sobre todo con la intención de sosegar el airado talante del que en aquellos momentos es presa su amiguito.
─ ¿Qué… qué…? ¡Ha crecido, todo lo ha invadido…! ¡Mis fresas, mis fresas, yo no sé que puedo hacer!─ en ese momento y con gran pesar, se dirige a un rincón a sentarse, baja su cabezota con su sombrero de cucurucho rojo como las grosellas, se la sujeta con sus larguiruchas manos y comienza a moverla hacia un lado y hacia el otro como en un gesto de continua negación.
─Vamos, Glïky, querido, la mala hierba se arranca, porque si no, se comerá tus fresas y seguirá…, seguirá creciendo si no la desarraigas, y acabará por anegar todo tu huertito del bosque recién roturado… Y tú no quieres que eso…
─ ¡Pues claro qué no quiero que se coma mis fresas, maldita sea, Lumbrel!─ le espetó Glïky, sin dejar terminar de hablar al mago y levantando bruscamente la cabeza de entre sus manecillas, alargando todo lo que pudo la última sílaba: “breeelll”─pero…no puedo, lo he intentado y no puedo, no puedo hacerlo─ vuelve a arrellanarse en su rincón, se tapa de nuevo la cabeza con sus dos larguiruchas manecillas y comienza a gemir como en un suave y melódico llanto. Es absolutamente asombrosa la capacidad que tiene nuestro duendecillo de pasar de un estado de ánimo a otro: del enfado a la tristeza más avasalladora.
─ Daphne preparó la tierra y me ayudó a plantar las semillas… y Ondina me envió el agua que necesitaban─ balbuce Glïky con una voz mecida entre suaves sollozos. El mago Lumbrel se acerca, se agacha un trecho considerable hasta llegar a él y le acaricia con gesto paternal el trocito de cabeza que su cucurucho rojo como las grosellas deja al descubierto.
─Venga, querido amigo, no te turbes de esta manera. Tengo algo que puede ayudarte mucho, sobre todo a tomar la decisión de deshacerte de tus malas hierbas─ le dice el mago sin dejar de acariciarle. En ese momento, Glïky levanta de nuevo la cabeza y golpeando con su sombrerete de cucurucho la mejilla de Lumbrel, comienza a enjugarse su rostro perlado por las lágrimas con una de sus manecillas. Dirige al mago una mirada cargada de interés y con una sutil combinación de sorpresa y escepticismo. Y es que los duendecillos son seres tremendamente desconfiados.
─Acabo de decidir la lectura que voy a compartir con vosotros esta noche alrededor de la hoguera. Se titula: “Preparado para el combate, pero con dudas” de este fantástico libro que he estado consultando: “Ser como el río que fluye”, de nuestro amigo humano, Paulo Coelho. Estate atento a la lectura amiguito, quizás ella y los consejos posteriores de nuestras ninfas, puedan ayudarte más de lo que en estos momentos eres capaz de creer. Glïky se relaja y traga saliva. Retira su mirada de los ojos del mago, pues no alcanza a comprender o a ver con sus diminutos y vivarachos ojillos, cómo éste se las arregla siempre para adivinar sus pensamientos y todo lo que está sintiendo. Sólo aquella idea le hace estremecerse de vergüenza. Y es que el mago Lumbrel era como un padre para él.
Aquella noche, el cantar de algunos grillos y el lejano ulular de Nox, su amigo el búho, son los únicos sonidos capaces de detener el sempiterno e inamovible silencio reinante. Cuando todos estaban ya reunidos alrededor del fuego, con la mirada clavada en aquel misterioso libro que esa noche iba a leer Lumbrel y con el alma y el corazón desplegados de par en par para acoger todo lo que les hiciera falta en su ya dilatado e instructivo caminar. Cuando, al fin, parece que todo se suspende… Lumbrel, con gesto circunspecto, se coloca su acostumbrado monóculo delante de su ojo derecho y con un tono de voz que casi se acercaba al histrionismo, comienza a leer:
“(…) Voy vestido con un extraño uniforme verde, hecho con tejido grueso y lleno de cremalleras. Llevo guantes en las manos para evitar heridas. Cargo con una lanza casi de mi altura: su extremidad de metal lleva un tridente a un lado y una punta afilada al otro.
Y ante mis ojos está lo que va a ser atacado en el próximo minuto: mi jardín.
Con ese objeto en la mano, empiezo a arrancar la hierba mala que se ha mezclado con el césped. Paso un buen rato haciéndolo y sé que la planta retirada del suelo morirá antes de que pasen dos días.
De repente, me pregunto: ¿estoy actuando bien?
Lo que llamo “hierba mala” es en realidad un intento de supervivencia de determinada especie, que tardó millones de años en ser creada y desarrollada por la naturaleza. La flor fue fertilizada gracias a incontables insectos, se transformó en semilla, el viento la diseminó por todos los campos circundantes y así –porque no está plantada sólo en un punto, sino en muchos lugares- sus posibilidades de llegar hasta la próxima primavera son mucho mayores. Si estuviese concentrada en un solo lugar, estaría a merced de los animales herbívoros, de una inundación, de un incendio o de una sequía.
Pero todo ese esfuerzo de supervivencia choca ahora con la punta de una lanza, que la arranca, sin la menor piedad, del suelo.
¿Por qué hago esto?
Alguien creó el jardín. No sé quién fue, porque, cuando compré la casa, ya estaba ahí, en armonía con las montañas y los árboles a su alrededor, pero el creador debió de pensar por extenso lo que debía hacer, debió de plantar con mucho cuidado y preparación (existe una fila de arbustos que oculta la caseta en la que guardamos leña) y debió de ocuparse de él a través de incontables inviernos y primaveras. Cuando me entregó el viejo molino, donde paso unos meses al año, el césped estaba impecable. Ahora me corresponde a mí dar continuidad a su trabajo, aún cuando persista la cuestión filosófica: ¿debo respetar el trabajo del Creador, del jardinero, o debo aceptar el instinto de supervivencia con que la naturaleza dotó a esta planta, hoy llamada “hierba mala”?
Sigo arrancando las plantas indeseables y colocándolas en un montón que en breve será quemado. Tal vez esté yo meditando demasiado sobre asuntos que nada tienen que ver con reflexiones, sino con acciones. Ahora bien, cada gesto del ser humano es sagrado y está cargado de consecuencias y eso me obliga a pensar más sobre lo que estoy haciendo.
Por un lado, esas plantas tienen derecho a diseminarse en cualquier dirección. Por otro, si yo no las destruyo ahora, acabarán sofocando el césped. En el Nuevo Testamento, Jesús habla de arrancar la cizaña para que no se mezcle con el trigo.
Pero –con o sin el apoyo de la Biblia- estoy ante un problema concreto que la Humanidad afronta siempre: ¿hasta qué punto es posible inmiscuirse en la labor de la naturaleza? ¿Es siempre negativa esa intromisión o puede ser positiva a veces?
Dejo de lado el arma, también conocida como azada.
Cada golpe significa el final de una vida, la inexistencia de una flor que se abrirá en la primavera, la arrogancia del ser humano que quiere moldear el paisaje que lo rodea. Necesito meditar más, porque en este momento estoy ejerciendo un poder de vida y muerte. El césped parece decir: “Protégeme, que va a destruirme”. La hierba también me habla: “Yo viajé desde tan lejos para llegar a tu jardín… ¿por qué quieres matarme?”.
Al final, lo que acude en mi ayuda es el texto indio Bhagavad Gîtà. Recuerdo la respuesta de Krishna al guerrero Arjuna, cuando éste se muestra desalentado antes de una batalla decisiva, tira sus armas al suelo y dice que no es justo participar en un combate que terminará con la muerte de su hermano. Krishna responde más o menos lo siguiente: “¿Crees tú que puedes matar a alguien? Tu mano es Mi mano y todo lo que estás haciendo ya estaba escrito que se haría. Nadie mata y nadie muere”.
Animado por ese súbito recuerdo, empuño de nuevo la lanza, ataco las hierbas que no fueron invitadas a crecer en mi jardín y me quedo con la única lección de esta mañana: pido a Dios que, cuando algo indeseable crezca en mi alma, me dé el mismo valor para arrancarlo sin la menor piedad”. (*)
Casi de inmediato, ven levantarse a Glïky, raudo y veloz. Con una amplia sonrisa en su regordeta carita, le ven alejarse de allí, imprimiendo su simpático andar trotón a sus dos piernecillas patizambas y con su habitual alegría al caminar, como de costumbre. Quiere estar preparado con su azada, lo antes posible, para salvar sus fresas al despuntar las primeras luces del alba. Lumbrel sonrie, cierra el libro con deleite y en silencio, da las gracias a su amigo humano, Paulo Coelho.
Villalba, 1 de junio de 2009.
(*) El texto en color verde está extraído del libro: “Ser como el río que fluye”, de Paulo Coelho.