«Mi cuaderno de impresiones, cuentos, relatos, poemas, reflexiones y otras historias».
«Querer
(sin aferrarse) lo que uno hace con Amor es el mejor antídoto para no perder el
norte, la inyección que mitiga el dolor del desencanto…»
Mi armario de verano luce
unos zuecos que me chiflan. Me los compré hace más de un lustro y los bauticé
con el nombre de «mis zuecos aicanchú». Fue amor
a primera vista, el día que los descubrí relumbrando en aquel escaparate. Y es
que desde que había visto la ya emblemática peli Grease, a la sazón una adolescente de trece
primaveras, no había podido olvidar las preciosas chanclas rojas de madera con
las que Sandy Olsson (Olivia Newton John) aplastaba la colilla de su primer
cigarro delante de Danny Zuko (John Travolta), su Summer Love. Creo que esta escena marcó tanto a
nuestra generación como a la de nuestros padres la excitante bofetada que le da
Glenn Ford a la imponente Rita Hayworth en Gilda, ¡wow!
Siempre me han gustado los
zapatos, sobre todo los tacones, pero los zuecos que lució la Newton en ese
número musical me volvieron majareta: ¡mamá, por favor, yo los quiero
iguales!. Creo que mi
madre archivó esa petición en el saco de mis excentricidades. Tuvieron que
pasar ni más ni menos que veintinueve años hasta que los encontré, no como los
de Sandy, para mí, incluso, más bonitos.
Siete largos años calzando
y presumiendo de «mis zuecos «aicanchú», verano
tras verano. Y los llamé así, «aicanchú», por la
mítica canción «You’re the one that I want»,
pieza inolvidable donde las haya, no solo porque reconcilia a los tortolitos de
la peli o por los flamantes tacones de Olivia, sino por todas las veces que la
bailé, disfruté y tarareé. El tema se abría con la voz de Danny Zuko, que de
forma arrebatada le decía a Sandy:
«I got chills, they’re multiplyin’, and I’m losin’ control… Cause
the power you’re supplyin’, it’s electrifyin, electrifyn, electrifyn…»
Pues bien, el «I got chills» del
comienzo, algo parecido a un: «Jopelines, Sandy, tía buena, me provocas escalofríos…»,
yo lo escuchaba como (literal): «Ai can chú… lalala». Y es que yo también sentí
una especie de escalofríos cuando vi relumbrar mis chanclas en aquella
zapatería que, merced a la crisis, por desgracia, ya ha desaparecido.
Pero todo en esta vida sufre
un desgaste; los cuerpos, sometidos a la inevitable e invariable ley de la
gravedad, y los objetos a la de un deterioro aún más acuciante. Por eso acudí
al zapatero de mi barrio al principio de esta temporada: mis gastados «aicanchú» se
debatían entre la basura o el milagro de una resurrección. El zueco derecho
tenía la madera totalmente cuarteada, había perdido las tapas y además se
estaba quedando sin parte del tacón. El pobre hombre no me prometió nada, pero
sí me dijo que intentaría hacer algo por ese calzado al que yo parecía profesar
una especie de adoración nostálgica e incomprensible (para él).
Unas chanclas modestas
inspiradas en las emblemáticas del cine, que llenaron durante mucho tiempo mi
ánimo de pompas de ilusión, sueños y suspiros por el bombón Zuko. Y porque todas las chicas en aquella época (no
nos engañemos) queríamos ser como la arrebatadora y excitante Sandy del final
de la película, igual que nuestras madres ensayaban peinados y andares de la
rutilante Hayworth.
Me quedé boquiabierta cuando
acudí a recogerlos dos días después. Ese señor no había arreglado mis zuecos,
¡los había restaurado por completo! Un verdadero artista del calzado y el héroe
salvador de mis queridos «aicanchú». Desde
luego se lo hice saber, le dije que había hecho un trabajo excelente, de
artista, de una persona que ama su oficio. Y esa impecabilidad a la hora de
restaurar un calzado, que hubiera sido víctima del cubo de la basura, me hizo
reflexionar sobre los oficios, que no profesiones, de todas esas personas que
quieren, aman, lo que hacen.
El artesano del calzado te
deja como nuevos unos zapatos sin, por ejemplo, pedir a cambio la complacencia
e inmediatez de todos los «me-gusta» de las redes sociales. Para él lo
importante es tu satisfacción por seguir disfrutando de unas chanclas que en
verano te pirran más que las camisetas de tirantes o que los granizados de
limón. Y aunque un zapatero es también un profesional, qué duda cabe, o sea,
alguien que se gana la vida con lo que ha aprendido a hacer; sin embargo, siempre
he pensado que el verdadero trabajo, el vocacional, el que llevamos dentro como
las venas o el corazón, se parece mucho a lo que uno siente cuando escucha
hablar de un oficio. Como el de esos artesanos de antaño que tallaban objetos
únicos y maravillosos con su barro. La profesión se ejecuta y ya está, uno hace
lo que debe de hacer. Pero el oficio es un camino inabarcable de aprendizaje,
sin principio ni final.
El arte de restaurar, el
arte de escribir… Zapatero a tus zapatos, alfarero a tus jarrones y escritor…
Arreglamos, moldeamos o juntamos letras y pensamientos para satisfacer a otros.
Sin embargo, no le resultará difícil al lector observar como hoy en día, en un
mundo ya tan materialista y volcado en el consumo por completo, la mayoría de
los profesionales de esta época solo persigue colocar en el pico más alto su
ansiado banderín de la gloria.
Me gusta rumiar la metáfora
de que los buenos artesanos de su oficio albergan un sutil talento de meretriz:
trabajan con mucho cariño y dedicación para dar placer a los demás, para que
disfrutemos con su arte. Y me complace también pensar que no es muy distinto
para los que escribimos, o para todos los que llevamos el arte de juntar letras
ensamblado al corazón como otra arteria más. En este caso, es imprescindible
vigilar que nuestro colesterol no se ponga por las nubes (guiño).
© Mar Solana.