Mi cuaderno de impresiones, cuentos, relatos, poemas, reflexiones y otras historias.
«Fue entonces cuando
intuí que todos nuestros movimientos, incluso sentimientos, se producían mágicamente
dentro de alguna sinfonía. Esa que luego,
a retazos, reconocemos con los años,
de donde brotan la añoranza o la memoria.»
Ana María Matute: Paraíso inhabitado.
A mis padres,
Santiago y Carmen.
Hace cincuenta y ocho años, el día de la Rosca de San Roque de 1956… (*)
«Señor Juan, presénteme usted a esta chavalina, ¡es una preciosidad!», le dijo tu padre al señor Juan, el tío
de Amparito, cuando me vio por primera vez en la puerta de la iglesia del
pueblo. Claro, que si no es por él y por ese viaje que hicimos tu abuela y yo,
tú no estarías aquí…
La voz de mi madre, juguetona, se colaba por el auricular; destilaba gotas de
suave nostalgia, como los tenues acordes de un saxo o el fermento de un buen
brandy. Una voz que sonreía mientras volvía a paladear la grata melaza del
pasado, gracias a ese don que tienen nuestros recuerdos de embellecerse y
sublimarse con el paso de los años. «Continuará, hija, porque hay mucho que
contar, ahora que lo recuerdo mejor que cuando era joven» me dice como una niña
ilusionada antes de colgar el teléfono.
«Vale, mamá, ¡cuéntamelo todo!», le respondo con una avidez contenida,
difícil de ocultar.
En mi ánimo siguen danzando sus palabras
al son de sus recuerdos de colegiala: «tú no estarías aquí si no hubiera sido
por ese viaje y por el señor Juan…». Sí
mamá, por el señor Juan y por otras circunstancias que, tácitamente, se enroscan
en los hilos que va tejiendo nuestro destino y que según la sabiduría oriental, ya está escrito y no puede suceder
de otra manera. Y sucedió. Aquello tan sutil que muchas filosofías llaman karma,
esas fuerzas espirituales o invisibles, no terrenales, que impelen el
desarrollo y consumación de los hechos que han de suceder. Como todo aquello
que llevó a mis padres a encontrarse aquel día de la Rosca de San Roque de 1956…
Hace cincuenta y ocho años, en la España que mis padres acercaron
posiciones por primera vez, se vivía una dictadura empañada aún por los culatazos
de una contienda fratricida por la que mucha gente dejó de creer en
el amor. Poco le importaba eso a mi padre, que desplegó su encanto e
ilusión para intentar conquistar a mi madre; una hazaña en la que puso todo su
empeño porque tenía que suceder…
Aquel verano del cincuenta y seis, mi abuela, la madre de la mía, quería
pasar unos días de asueto en un lugar tranquilo. Deseaba visitar la cuna que
vio nacer a su marido, mi abuelo Justo, fusilado en Madrid durante la guerra. Y
esos hilos del destino se fueron enhebrando y condujeron a mi abuela hasta una conocida, que era de un pueblo vecino al del abuelo Justo. Gracias a las insistentes
recomendaciones de aquella señora, mi abuela decidió alquilar una casa en el
pueblo de mi padre, que estaba a solo doce kilómetros del de mi abuelo Justo. Y bajo el influjo de aquellas costuras, que se iban conformando puntada a puntada para
tejer ese primer encuentro, decidió que mi madre le acompañara en aquel viaje.
Y así, el quince de agosto de mil novecientos cincuenta y seis, mi madre y mi abuela arribaron al
lugar donde nació mi padre. Ese día tiene un significado especial en los
calendarios populares. Además de marcar el inicio del descenso progresivo de la
canícula veraniega o de la época más calurosa del año, en algunas comarcas
españolas también se celebra la festividad de San Roque. En el pueblo de mi
padre, la gente pasaba el día en el campo con la típica torta o rosca, algunas dulces y otras saladas, en honor al santo. Pero antes de marchar
al campo a celebrar la onomástica, acudían todos a los oficios religiosos para bendecir
sus roscas.
En la puerta de la iglesia, sin saber nada de esa bendita tradición y en
medio de toda la barahúnda, se encontraba mi madre, observando el ir y venir de
las personas. Mi abuela y ella salían de escuchar la misa. Sintió una punzada
de curiosidad sobre aquella celebración y, muy decidida, como si alguien
invisible se lo hubiera soplado, se acercó a preguntar a un señor ya entrado en
años y con cara de saber muchas cosas. El tejer de aquellas puntadas, hilos caprichosos, le llevó hasta el emblemático señor Juan, el tío abuelo de nuestra
vecina Amparito, el «ángel» que los presentó. El señor Juan era un tipo de lo
más entrañable, bajito, de cabellos canos que asomaban por una castiza gorra de
vichí. Cuando era pequeña, durante mis vacaciones en el pueblo, le recuerdo
leyendo muy concentrado a la sombra de una acacia. Unos ojos atentos recorrían
las selecciones del Reader´s Digest, esas
revistillas americanas de los años cuarenta, de tamaño diminuto, que traían
muchas curiosidades…
«Cuenta una leyenda popular que a San
Roque le salvó la vida un perro ─que no tenía rabo─ cuando enfermó de peste y
se retiró al bosque en soledad para no contagiar a nadie. El animalito le
llevaba todos los días un trozo de torta que robaba a su amo, y fue así como el
amo del perro sin rabo descubrió a San Roque, ya muy enfermo, y se lo llevó a
su casa para curarle…».
Y mientras el señor Juan, amable y atento, le
explicaba a mi madre todos los pormenores y mayores de aquella algarabía, las puntadas alcanzaron a enhebrar también a mi
padre que pasaba por allí, en ese preciso instante. Y vio a su amigo, el señor
Juan, conversando con una imponente morena que quizás se había escapado de un
cuadro de Julio Romero de Torres. La belleza de aquella chavalina, que vio por
primera vez en la puerta de la iglesia, descollaba a través de los contornos de la
sierra gredense igual que los primeros rayos del alba. Y mi padre, que a lo largo y
ancho de su andadura donjuanesca aún no había conocido a moza alguna de su
agrado, ni corto ni perezoso se acercó al señor Juan y le dijo:
—Señor Juan, presénteme usted a esta chavalina, ¡menuda preciosidad!
Y comenzó una bonita historia de amor, salpicada con la peculiar
indecisión de deshojar margaritas que siempre ha caracterizado a mi madre. Una
historia de amor con sus avatares, como todas. Mi padre jamás se desanimó
y no cejó en su empeño de escribirle a mi madre todos los días un poema de amor.
Casi tres años después de aquel día, el seis de julio del cincuenta y
nueve, ese encuentro tañó a campanas de boda. Más de medio siglo después, y pese a que mi padre lleva diez
años postrado por un indeseable ictus y a los altibajos de la ya menguada salud
de mi anciana madre, aquella historia de amor que comenzó en San Roque todavía conserva su latido.
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Esta foto la tomé el día que mi madre recibió el alta tras casi un mes y medio de hospitalización. Creo que sobran las palabras... |
Piensa que el mundo se acabará,
que las estrellas perderán su brillo,
y que el sol quedará en tinieblas.
Pero mi amor por ti,
no podrá abatirlo el tiempo,
por ser Eterno.
Tuyo hasta el fin…
Uno de los poemas que mi padre dedicó a mi madre cuando eran
novios.
© Mar Solana.
(*) Reedición revisada.