«Mi cuaderno de impresiones, cuentos, relatos, poemas, reflexiones y otras historias».
«Aprovecha el día… el tiempo se escapa de forma
irreparable.»
Hace un par de años escribí unas reflexiones sobre el
tiempo que si queréis podeís leer AQUÍ. Comenzaban con una frase muy contundente: «El
tiempo es la hoguera en la que ardemos», hilo conductor de una de
mis películas preferidas de ciencia ficción: «Star Trek: Generations». En realidad, esa expresión tan rotunda se
la ensarta el doctor Soran (Malcolm McDowell) a mi héroe de ficción favorito, mi admirado capitán Jean-Luc Picard (Patrick Stewart), haciendo blanco perfecto en sus
recién vulnerados sentimientos por la pérdida de un joven sobrino.
La Enterprise
D, nave estelar de Picard, rescata al obsesionado doctor Tolian Soran de un
ataque extraterrestre de los klingon.
El científico lleva años obsesionado con el Nexus,
una distorsión gravimétrica o cinturón de energía que si te alcanza, te
traslada a un lugar en donde puedes vivir ad
eternum dentro de la realidad de tus sueños (deseos) o de aquello que hayas
dejado sin concluir en tu vida, allí el tiempo ha abandonado su
condición de mezquino espadachín de crueles manecillas rebanadoras de minutos. Sin embargo, existe una curiosa peculiaridad: el Nexus debe tocarte o inundarte con su
energía, porque si uno intenta llegar hasta él, lo destruirá de forma
inexorable. Por eso, el taimado doctor Soran contempla entre sus planes la
destrucción de una estrella para jugar con las fuerzas cósmicas y atraer de
nuevo al codiciado Nexus: su objetivo es reencontrase con su familia, muerta en
otro ataque extraterrestre.
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Como podréis imaginar, y tras algunos peligrosos
forcejeos, mi intrépido capitán Picard, con la ayuda de otro héroe trekkie del pasado, que por error de
cálculo también vivía su sueño en el Nexus,
el capitán James T. Kirk, logra parar los destructivos planes del
maquiavélico y egocéntrico doctor Soran.
La peli termina con una jugosa
conversación entre Picard y su primer oficial, el comandante William T.
Riker. Picard le dice a Riker que ya no siente el tiempo como un depredador acechante
que siempre nos recuerda la garra de la Parca. Después de todo lo vivido, de
presenciar la muerte del glorioso capitán Kirk para abortar los siniestros
planes del ególatra científico, Picard habla ahora del tiempo como de un
compañero sabio en nuestros caminos, alguien que viaja a tu lado para
recordarte que vivas cada instante con el brío de un niño, pues cada uno
constituye un momento único que jamás se repetirá: «más importante que el pasado es cómo hayas vivido tu vida…», le
dice Picard a su primer oficial.
Acude ahora a mis recuerdos otra
estupenda peli que también tiene como protagonista la muerte y la obsesión
humana con el paso del tiempo: El bosque mágico de Tuck o El manantial de la
eterna juventud: «¿te imaginas poder vivir eternamente?, ¿te imaginas poder
hacer todo lo que siempre soñaste?» Es curioso, pero la protagonista también
expresa algo muy parecido a lo que dice el capitán Picard: «No temas a la muerte, sino a la vida no vivida… no tienes que vivir
eternamente, solo vivir…»
Existen otras metáforas que representan el
fin de una época y el principio de otra; describen tal momento como un
lapso en el que la ilusión por el futuro se convierte en la frustración o el naufragio
del pasado después de haber sido efímero presente. Y si uno reflexiona y medita
sobre tales alegorías, podrá percatarse de que este pensamiento es más que un
tropo: en realidad, es la vida misma cuando vivimos bajo la ilusión de unos
acontecimientos y una rutina continuos y recurrentes.
Ya nos advirtió John Lennon que «La vida es aquello que nos sucede mientras
nos empeñamos en hacer otros planes». Si os detenéis a pensarlo, siempre
estamos con aquello de «voy a hacer esto y lo de más allá… tengo planeado… estoy
con uno de mis proyectos… las próximas vacaciones… ». Y mientras nos llenamos
la boca con este hipotético futuro que, algunas veces, aterriza en el presente
según lo previsto, la vida pasa a nuestro lado, de puntillas, pero somos
incapaces de desplegar la suficiente sensibilidad para valorar las caricias de esas
sutilezas «no planificadas», esas que no necesitan la escalerilla del avión
para pisar tierra. Nos concentramos en ese viaje que tenemos por delante, en
esa cita que nos deparará algún beneficio profesional, en lo que vamos a comer
mañana; sin embargo, no prestamos la suficiente atención a esa cazuela que ya
está en marcha para la comida y con la que podríamos disfrutar de lo lindo, ya
que albergamos un montón de planes que continúan orbitando sobre nuestro ánimo
como nubosidad variable. Permanecemos proyectados, casi todo el tiempo, en lo
siguiente que queremos o debemos hacer.
Muchas personas ya han tenido la
oportunidad de comprobar que la enfermedad tiene un lado positivo de aprendizaje.
Por ejemplo, un profundo estado depresivo, a pesar de la fuerte adicción que
provoca con el pasado, nos mostrará los beneficios de «aparcarnos» en el
presente, en el ahora. Nos enseñará que es más saludable apreciar el poder que
se oculta detrás de los pequeños detalles que seguir corriendo hacia «no se
sabe dónde», sin valorar lo que siempre viaja al lado de uno.
Lo cierto es que todos conocemos esa
sensación que a veces, si lo pensamos con sosiego, nos embarga cuando sentimos
que los días
se han transformado en un tren de alta velocidad; el paisaje de nuestra vida se
sucede como un borrón que va difuminándose delante de nuestras narices sin que
podamos advertir los contornos que nos rodean. Otros perciben el tiempo igual
que si intentaran llenar de agua un cesto de mimbre o retener un millar de
granos de arena entre los dedos…
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Escultura en homenaje al pintor cántabro Enrique Gran. Fotografía tomada por Juan Canales © JuanC |
«Preparadme la paleta,
los colores, mis herramientas queridas de trabajo… Sed diligentes que el tiempo
es mensajero de terribles urgencias». Este es el imperativo
que sustenta la escultura que rinde homenaje a Enrique Gran, extraordinario
pintor cántabro, y que logró ponerme la carne de gallina cuando lo leí por
primera vez, en la emblemática Avenida Reina Victoria de Santander. No sé si
fue la cercanía del mar o la sensibilidad de aquellos momentos, pero no he
podido olvidar esa sensación que me inundó al percibir la vida como un inmenso
regalo, un viaje de ida con un minutero que en lugar de angustiarnos, como dijo
el capitán Picard, debería recordarnos que cada instante que logramos sentir único
e irrepetible es una verdadera bendición. Y quizás sea la mejor forma de valorar
nuestro presente como se merece, sin enredarnos en quimeras imposibles, planes
no realizados o fruslerías materialistas.
Pintar,
escribir, cocinar y degustar cosas ricas, trabajar, beber cerveza helada,
limpiar tu casa y cambiar las cosas de sitio, adornarla y adornaros, ordenar
papeles, pasar informes, darse un baño en el mar, comer palomitas, diseñar,
coser y bordar, moldear, corregir textos, una buena conversación, recuperar
versos escondidos del limbo del olvido, soñar, acariciar, amar, leer, desear,
inventar, cuidar, dormir, abrazar, el primer café de la mañana, caminar, besar…
Hagáis lo que hagáis, no olvidéis realizar, vivir, cada una de estas cosas con
plenitud. Intentar que lo anotado en vuestras agendas «corre-que-te-corre» no
os secuestre hasta el punto de convertir el tiempo en ese fiero depredador que
solo desea empujaros a la misma hoguera que chamusca nuestras horas.
Carpe diem… tempus fugit.
© Mar Solana
La primera imagen es gentileza de “Google Imágenes”. Desconozco su autoría.
N. de la A.: Pese a que durante estos últimos meses y debido a cambios fisiológicos naturales (o eso dicen :O), me encuentro algo triste y decaída, he disfrutado como una enana escribiendo estas reflexiones para vosotros, viendo de nuevo esa peli en la que, en parte, están basadas y mojando mi rostro en esta tormenta que ahora mismo cae sobre la sierra de Madrid, ¡benditas tormentas de verano!
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