"Mi cuaderno de impresiones, cuentos, relatos, poemas, reflexiones y otras historias".
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"El espíritu de la Navidad". Autora ilustración: Marazul45 |
Hermes Trudent estaba a punto de
encontrarse con algo que iba a cambiar su existencia para siempre, rutinario y
banal, pero tentador como la manzana del paraíso.
Hermes se dirigía al museo de
ciencias naturales a cubrir dos turnos hasta bien entrada la madrugada. La
nieve recién caída, igual que puñados de harina, delataba sus huellas. En las
zonas umbrías se había congelado y caminaba atento para no resbalar aquella
mañana de Nochebuena de dos mil doce. Los mayas habían predicho el fin del
mundo para unos días antes. Pese a todo, la tierra aún giraba y permanecía de
una pieza.
«No se preocupe, señora
Harrison, haré mi jornada y la de Nelson sin ningún problema…», le había dicho
a su jefa, atento y servicial como de costumbre.
Una esposa radiante
trinchando un pavo, unos niños correteando entusiasmados cerca de un árbol repleto de luces y regalos,
o acaso el reconfortante crepitar de una chimenea…, no, nada de eso le esperaba
hoy a Hermes. La maldita Navidad y ese espíritu que parecía levitar de formar
desigual sobre los asuntos humanos, le parecían un invento de mierda, sobre
todo desde que él y Marie decidieron separar sus caminos.
Antes de enfilar las escaleras
del museo, se encontró con el puesto callejero de una curiosa mujer que vendía
pastelillos calientes. Estaban dispuestos en bandejas de cartón dorado de
diferentes tamaños y tenían un aspecto muy apetitoso. Un letrero de pulso
precipitado e infantil anunciaba:
«Pruebe los espíritus de
Navidad… ¡son deliciosos!».
El nombre de esos dulces con
forma de buñuelo le hizo sonreír, «vaya ironía», pensó Hermes mientras pedía
dos «espíritus» para llevar. Los ojos de aquella mujer, oscuros y penetrantes,
tan atractivos como el género que vendía, se le clavaron en algún lugar
recóndito de su ánimo. Una sensación nueva, distinta, humedeció sus
sentimientos como tenues gotas balsámicas y reparadoras. Hermes se sintió
incómodo, extraño. Sus plomizos arrestos le habían forjado una voluntad inquebrantable
desde que no vivía con su familia. Ni siquiera imaginar a Marie con Malcolm, su
nueva pareja, sonriendo satisfecha al ver a sus hijos y a los de él abriendo sus
regalos de Navidad, o gimiendo de placer cuando hicieran el amor aquella madrugada,
lograban perturbarlo. Cuando se separaron decidió poner un candado a todos sus
reconcomios. Y ahora, la mirada de esa vendedora ambulante, igual que un cofre
custodio de inimaginables secretos, le ponía la llave en sus narices. Con unas
manos resueltas y sin dejar de observar a su cliente, introdujo los dos
bollitos en una caja roja que cerró con un lazo verde.
Hermes subió los escalones
que le separaban del museo mascando esa rara impresión que ya flotaba en su ser.
Antes de entrar, echó unas monedas en la máquina de café. Era un aguachirle
infumable, pero le vendría bien algo caliente para acompañar los pastelillos y
templar el cuerpo. Metió el anorak en su taquilla y se sentó en su puesto, listo
para degustar esos suculentos «espíritus de navidad». Aún faltaba más de una
hora para que el museo abriera sus puertas; no obstante, en Nochebuena la
confluencia de público era más bien escasa. Pegó un bocado a uno de los
bollitos y su memoria le llevó hasta la tarta de crema que hacía su madre en
Navidad; estaban realmente exquisitos. Al acabar de saborear el segundo pastel sintió
una felicidad inusitada, el presentimiento de que esa noche solo podía ocurrirle
algo bueno. Una emoción parecida a la de sus hijos cuando, expectantes, se iban
a la cama con la ilusión de Papá Nöel en sus sueños. Desde luego, eran sensaciones
que Hermes había enterrado hacía mucho tiempo.
A las cinco de la tarde en
punto echó el cierre, pero él debía alargar su vigilancia hasta la madrugada
del día de Navidad. Cogió su novela y buscó una postura cómoda en la silla. De pronto,
una mujer apareció frente al mostrador. Una belleza espectacular de no más de
treinta años, ojos verdes, cabello taheño y nariz griega lo observaba como
presa de un hechizo.
—Oiga, señorita… o señora, ya
hemos cerrado. Es normal que en un sitio tan grande se haya distraído. Venga,
le acompañaré a la salida… —le dijo Hermes haciendo gala de unos modales
cordiales y educados.
—Déjame quedarme aquí
contigo. Está oscureciendo y con este frío comenzará a nevar de un momento a
otro. Vivo lejos y se me ha hecho muy tarde.
—Pero… ¿señorita?
—Sí…
—¿No tiene usted dónde ir,
mujer? Tendrá una familia que le espere para cenar…, hoy es Nochebuena.
—No te preocupes, no tengo a
nadie —le dijo la chica intentando leer la plaquita identificativa del bolsillo
de su americana—. Solo necesito guarecerme esta noche, Hermes, mañana me iré.
Una mirada esmeralda,
suplicante y profunda como un horizonte marino, y la calidez de su voz afrutada
consiguieron convencer al guardián del museo, que volvió a sentarse en su
puesto detrás del mostrador. La mujer abrió una bolsa y sacó una botella de
champán francés y algo para picar. Le ofreció a Hermes que la observaba
fascinado y satisfecho de haberle dado refugio una noche como aquella. Se
alegró de no estar solo y aceptó la invitación.
—Lo había comprado para mi cena, pero me resulta muy agradable
compartirlo contigo ahora.
Hermes se levantó con la idea
de comprar más pastelillos calientes y de sacar café de la máquina de la
entrada. La mujer lo miraba con sonrisa maternal, ojos chispeantes y boca seductora.
Era lo más bonito que él había visto en su vida. La vendedora ambulante había
desaparecido y comenzaba a nevar tal y como ella aventuró. Regresó con dos
humeantes aguachirles.
—Ya no necesitas más
bollitos, Hermes… —le dijo con gesto cómplice. Se acercó a él y le besó en la
mejilla y luego en la boca. Hermes sintió la humedad de su lengua inquieta y se
excitó. Sin pensarlo, la cogió en brazos y la llevó a la salita donde estaban
las taquillas y una cama turca para los vigilantes del museo. Ella le quitó la
camisa y comenzó a acariciarle el pecho y los pezones con una dulzura que a Hermes
se le antojaba desconocida. Él la desnudó poco a poco, bebiéndose cada rincón
de su piel que quedaba al descubierto. Pasaron mucho tiempo entre besos, abrazos,
y caricias. Hicieron el amor de una forma lenta y acompasada, sin prisas, como
si los granos de arena también se hubieran congelado. La excitación
apresurada pertenecía a esas mujeres fáciles con las que Hermes se desahogaba algunas
veces. Se durmieron abrazados, parecía que llevaban una eternidad haciendo lo
mismo…
Cuando despertó, ella se
encontraba a los pies de aquel catre destartalado y perezoso como un ángel caído
del cielo. Le sonreía y en sus ojos se concentraba toda la dulzura y el amor
del mundo. Hermes pensó que quería pasar el resto de su vida al lado de aquella
diosa llamada… ¡ni siquiera lo sabía!
—No importa cómo me llamo,
Hermes. Tengo el nombre que cada uno quiera darme, lo importante es lo que soy…
—se adelantó ella adivinando sus pensamientos. Hermes se incorporó de un
brinco.
—¿Puedes leer mi mente?
¿Quién eres?
—Soy el espíritu de la
Navidad, Hermes…
—¡Venga ya! —exclamó con
sorna—No te rías de mí, por favor… ¡Yo detesto el maldito espíritu de la
Navidad y esas chorradas!
—Pues anoche no lo parecía… —le
dijo mientras le acariciaba el cuello con dedos de terciopelo—, me amaste de
verdad. Me sentí una mujer completa, deseada y muy satisfecha. Pero ahora tengo
que marcharme, debo estar con otros que me esperan…
—¿Cómo?, ¿eres una…? —ella no
lo dejó terminar.
—No soy una furcia, Hermes.
Ya te he dicho quién soy. Dispongo de poco tiempo y todavía hay gente que me
necesita. No siempre penetro en vosotros por las mismas puertas, cada persona es
un mundo de infinitas posibilidades. Tu entrada ha sido acostarme contigo…
—Y lo has hecho tan bien, cariño…
—le susurró Hermes mientras le tocaba los pechos—, que he vuelto a enamorarme y
hacía mucho que algo así no me ocurría en esta vida de mierda que llevo… Vaya,
te has excitado otra vez, ¿ves? —le dijo mientras le señalaba sus pezones
erectos debajo de un flamante vestido rojo —¡No puedes ser ningún espíritu, eres
una mujer de la cabeza a los pies!
—Sí, Hermes, para ti soy la
mujer que tú deseas y ¡claro que me excito con tus caricias! Pero no es así con
todos y no siempre hay relaciones íntimas, ¿entiendes? Cada uno tiene sus
propias necesidades… A veces soy una mujer, otras un anciano, una jovencita, un
niño…, incluso, un animal o una planta…
—¿Una… planta? ¡Pero qué
tonterías estás diciendo, quién seas!
—Hermes, cariño, debo irme…
—¡No… espera! Al menos déjame
que te invite a desayunar. Después, no se, podríamos… —los ojos del vigilante,
que antes de conocerla lucían planos, imperturbables, se llenaron de ilusión y
picardía.
La mujer lo miraba en
silencio pero no dijo nada más. Hermes salió a la máquina de la entrada a coger
dos cafés y cuando regresó ya no estaba. La buscó por todo el mueso, ¡si
hubiera salido por la puerta principal la hubiera visto!
Frustrado y confuso, Hermes
Trudent regresó a su casa aquella madrugada del día de Navidad. Su entusiasmo se
había convertido en un globo pinchado. Al abrir la puerta de su apartamento una
oleada de calor, cargado de recuerdos, le golpeó el desánimo. Vinieron a su
mente los ojos y la voz de aquella mujer. De pronto, al llegar al salón,
encontró a su esposa y a sus hijos esperándolo al pie de un árbol repleto de
regalos y de buenos deseos. Marie corrió
a abrazarlo.
—¿Y Malcolm?
—¡Bah! —Marie se acercó y le
susurró—: Solo era bueno en la cama…
—¿Mejor que yo?
—¡Hermes! —Marie volvió a rodearlo
con sus brazos y lo beso en la boca. Él notó que se iluminaba alguna parte de
su ser que había permanecido umbría; una tibieza muy especial que le hizo sentir
pleno, ilusionado y dichoso igual que un colegial. Recordó los bollitos
calientes y las miradas de las dos mujeres. Empezó a creer que, en realidad, sí
se había encontrado con el espíritu de la Navidad: dulce, cálido e intenso. La
nostalgia y confusión que sentía por la bella mujer del museo habían
desaparecido. Ahora su ánimo estaba anegado de Marie, de sus hijos y de un nuevo
comienzo.