«Cuando llega la menopausia, las energías de la mujer toman forma en su mundo interior y su percepción deja de ser cíclica para convertirse en un equilibrio entre los mundos interno y externo.» Miranda Gray
Parece que con el paso de los años las mujeres nos volvemos más vulnerables.
Y puede que así sea.
Cuando por fin se divorcian de nosotras los estrógenos, esos amables caballeros de procedencia bioquímica, doblamos las posibilidades de padecer enfermedades metabólicas y circulatorias que hasta entonces solo engordaban las estadísticas masculinas.
Pero en el preciso momento que nuestra cascada hormonal se va convirtiendo en lago, por cada piedra que nos tira la vida aumentan nuestras ondas de sabiduría. Y no me refiero a ese conocer pedante estilo papagayo.
Sabiduría magistral y ancestral.
Ese baúl de conocimientos que viaja por las venas y el corazón, y que mora en las tripas de todas las mujeres que nos han precedido y que, de pronto, un día se abre y te habla.
Y ya no deja de hacerlo.
Te habla tan claro, es tan contundente y nutritivo, que te conviertes en una adicta de su dial.
Por ejemplo, me está enseñando a salir de mi trinchera. Metida ahí dentro no puedo ver la amplitud del mundo o la vida en toda su plenitud.
Sin embargo, abandonar esa zanja confortable que hasta ahora me servía (o eso creía yo), no es cuestión baladí. Y debo aprender a construirme cortafuegos.
Cortafuegos para protegerme de esas personas y circunstancias que entran en tu vida solo para incendiarla, dejándote el alma inundada de pavesas y cenizas que no entienden de soplos.
Esta sabiduría de mis atávicas e intuitivas hermanas también me ha regalado el truco de “apartar la sombrilla”. Para exponerme al sol y dejar que entren en mi vida las personas “vitamina D”.
Las que ventilan tu ser, abren todas tus ventanas bañando de luz cada uno de los rincones de tu corazón. Bum, bum, bum… Eliminan barreras con sus destellos de bondad y compasión. Bum, bum, bum... Con cada latido el alma se libera de su paisaje ceniciento y puede danzar su propia sinfonía.
Pero debo estar atenta al paraguas. Y llevarlo siempre en mi mochila. Las personas “agua”, aunque no tienen mala intención, pueden confundirte con su intensidad.
Y creer que las lágrimas de su desazón son gotas de lluvia. Y los alaridos de su rabia el retumbar de una tormenta.
Pero no.
No son agua de lluvia. Son agua estancada de sentires enervados. De aflicciones desatadas en nuestros espejos. Porque las personas “agua” no ven su reflejo ni se saben dueñas de tales pesares.
Y su agua, que quiere entrar en tus propias corrientes subterráneas, puede anegar tu ser con litros y litros de derribo.
Con el paso de los años, también estoy aprendiendo a edificarme mi “lugar seguro”. Un espacio incólume en donde puedo refugiarme cuando afuera no hay sol y está muy oscuro.
Las personas “aire” suelen pasar de largo y andan deprisa y a bocanadas.
No pueden derribar tu “lugar seguro”. Pero si te pones en medio de su camino, te dejarán tirada y maltrecha.
Porque las personas “aire” se nutren de soplos de miedo, por eso derriban todo lo que encuentran a su paso. Esconden su desasosiego detrás de su fuerza, y pretenden estrellar su ansiedad en tus muros de calma.
En la serenidad de tus ventanas, esa que se conquista no sin cierto esfuerzo, desapego y renuncia.
Y cuando por fin aprendes a construir tus propios cortafuegos, tu “lugar seguro” y te haces con un buen paraguas, entonces, quizás solo entonces, podrás conocer a las personas “tierra”.
Verlas.
Sentirlas.
Abrazarlas.
Sumergirte en su aliento indestructible.
Estate muy atenta. Respira. Solo respira.
Ellas te van a enseñar a maternar todos tus procesos creativos, a ponerte en contacto con aquello que late en ti hace muchas generaciones de árboles y de mujeres que también aprendieron el valor de enraizarse.
Son muy importantes en nuestra vida.
Como una madre que nos sigue nutriendo.
Las personas “tierra” te acogen en su seno y te enseñan a arraigarte, a sembrar tus propias semillas donde palpitan unas raíces sólidas.
Te enseñan a desenterrarte. A sobresalir con tus flores y a mantener firmes tus tallos. Con ellas puedes crecer y descubrir tu misión: convertirte en lo que debes ser.
Sin prisas.
Las personas “tierra” forman grupos indelebles con las personas “vitamina D”.
Juntas son muy poderosas.
Te ayudan a entender que formamos parte de un todo.
Que somos fuego que calcina incendiando las buenas intenciones de otros.
Agua que inunda anegando corazones.
Aire que derrumba arrasando muros de concordia.
Ellas me han mostrado cómo el fuego equilibrado, compañero de alquimias, también cocina y calienta.
Cómo el agua, indispensable para la tierra, puede permanecer serena en un lago nutriéndose de la lluvia sin paraguas.
Y cómo el aire, impulsor de las semillas, puede ser soplo que aliente o brisa que renueva y refresca.
Las Mujeres “tierra” y las Mujeres “vitamina D” te van a enseñar a brotar y a florecer.
A permanecer.
A ser también manto y sol para los que continúan quemando, encharcando y asolando.