«Mi cuaderno de impresiones, cuentos, relatos, poemas, reflexiones y otras historias».
Si queremos festejar
cristianamente la Navidad, debe haber en nosotros un pastor y un rey. Un
pastor, que sabe oír lo que otros no oyen; que con todas sus fuerzas de entrega
vive bajo el cielo estrellado; a quien los Ángeles desean revelarse. Y un rey
que sabe regalar; que sólo permite que lo guíe la Estrella en las alturas; que
se pone en camino para entregar todas sus dádivas junto a un pesebre. Pero
además del pastor y del rey ¡debe haber un niño en nosotros, que ahora quiere
nacer!
Friedrich Rittelmeyer
Cuando abandonamos el territorio de la
infancia, poco a poco vamos observando aspectos que quizás, en aquella época,
quedaran difuminados por nuestros sueños o escondidos detrás de ilusiones. Unos
deseos vírgenes, todavía sin adulterar por la funesta maraña de confusas
emociones que nos acompañan de adultos.
Empezamos
a percibir cada año que la Navidad, tal y como la vivimos las sociedades
modernas, no le gusta a nadie. Se respira un ambiente general de disgusto y
tristeza y sentimos que no están
los hornos para bollos: la masa fermenta enseguida y las levaduras son de una
calidad dudosa. A algunas personas,
incluso, les molesta abiertamente que les felicitemos y, lo que llamamos
«espíritu navideño», provoca reacciones de toda índole: un simple cuento puede llegar
a ventilar lo más «sombrío» de nuestra personalidad.
Desde
luego, las «navidades» de este siglo constituyen una pesada carga para muchas
personas, un lastre que no sabemos aligerar, un tiempo que hemos olvidado cómo
vivir. Compromisos por los que patalean nuestras almas y comilonas que dejan
exhausto a nuestro templo de carne y hueso…, ¿alguien da más?
Hace años viví una
profunda transformación en mi vida. Todo cambio o crisis vital nos conduce casi
siempre, y de forma inexorable, a estados depresivos más o menos intensos. Mi
depresión toco fondo e hizo diana en plena Navidad. Y mis principios, mi fe, mi
confianza y mi moral comenzaron a tambalearse como un edificio en medio de un
terremoto. Ese tsunami emocional sepultó
todo lo que me servía (que ya colgaba de un hilo) hasta entonces; y la
necesidad de un nuevo comienzo abofeteó mis mejores intenciones…
Y entonces lo descubrí:
una lectura sobre las «Navidades», de mi admirado Georg Kühlewind (Navidades,
1998), acudió en mi ayuda y arropó mi alma, que tiritaba entre
montañas de dudas y de todo lo que había arrastrado el «temporal». Ya el título
de aquel especial pasaje centelleó en mi alma como una estrella balsámica y reveladora:
«Depende de
ti, comienza, se trata de ti…» (Mensaje
del cuadro de la Anunciación) «(…) En invierno, uno no pude saber si la semilla
germinará o irá muriendo… ¡El sentirse concernido por el pasaje de un texto puede
ser un principio!»
Recuerdo que reflexioné
sobre la misma palabra «Navidad» escrita en plural y sin mayúscula: navidades. Cómo la simple adicción de un
sufijo era capaz de cambiar el sentido más profundo de aquel vetusto
sustantivo. «Navidad» es una forma abreviada de «Natividad», y «Natividad» significa
«Nacimiento». Decimos «navidades», por lo visto, para englobar el inicio de
esta festividad hasta la de Epifanía o Reyes. Pero «Nacimiento», en Navidad,
solo hay uno.
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La esperanza es ese ser con plumas
que se posa en el alma
y canta una melodía sin palabras
y no calla nunca más.
Emily Dickinson
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Y con sinceridad, a mí lo
de «navidades» siempre me ha sonado a compromisos a tutiplén, es decir, a
aquellas cosas que menos deseamos hacer y que, en gracia y honor a los «debes» y «haberes» sociales, debemos acometer sí o sí. Regalos, reuniones familiares y
semblante festivo (incluida sonrisa) según mandan cánones y tradiciones, nos
zarandean hasta dejarnos desnudos y maltrechos. No nos engañemos, la sonrisa
surca nuestras comisuras justo cuando toda la parafernalia y el conjunto de
despropósitos concluyen. Eso sí, con la firme promesa de regresar (help!).
La lectura del maestro
Kühlewind también me llevó a recapacitar sobre el por qué de tanto sinsabor en
esta época. Por qué la celebración de un Nacimiento se había convertido en un
tiempo tortuoso de lamentos, angustia y tristeza, en un verdadero calvario…
Ayer celebramos el solsticio de invierno: la
oscuridad alcanza su punto álgido para comenzar su ascenso hacia la luz. El
invierno es una preparación de las fuerzas que necesitará la Naturaleza para
renacer en la siguiente estación, en la contracción de sus impulsos encuentra
la primavera su poder de expansión. La tierra duerme, entierra sus deseos bajo
la nieve y las semillas descansan para renovar su brío en el siguiente
equinoccio. Los primeros cristianos que nacieron dentro de la cultura celta asociaron
el misterio del nacimiento de Jesús, el Cristo, al progresivo ascenso y aumento
de la luz invernal. Intuyeron en esa luz una firme esperanza de cambio y
renovación, una época de deseos y sueños lanzados a la vastedad de un
firmamento, mucho más iluminado por el esplendor de las estrellas de esa
especial Natividad. Su nacimiento iba
a guiar a la humanidad, desde la más profunda oscuridad, hacia un sendero de
Luz y Amor…
Y si nuestros antepasados
celebraban los «Nacimientos» especiales con alegría, orgullo y con el corazón
pleno de esperanza: ¿por qué nosotros sentimos tanta pena y ofuscación? Supongo
que esa absurda necesidad que tenemos los seres humanos de querer «controlarlo»
todo, de tener las cosas bien sujetas (no
vaya a ser que nos equivoquemos, ¡menuda tragedia!), acaba generando las dosis
suficientes de ansiedad y mal humor que abren siempre la puerta a la
tristeza y a la frustración. Ignoramos, por desgracia, que es esa aparente necesidad de dominio la
que nos anula las ilusiones, la que nos dinamita la espontaneidad que vivíamos
sin ataduras y de forma natural cuando éramos unos niños.
Resulta muy difícil en
esta época, profusamente materialista, calentar nuestras almas con algunas
chispas espirituales. La terrible crisis económica que vivimos choca de bruces
con la pertinaz llamada al consumismo que se ejercita en estas fechas. Parece
ser que la alegría está en las cosas más caras e inalcanzables, y eso es lo que
mina nuestras mejores intenciones. Ya no hay dinero… y ahora, ¿qué hacemos?
Las navidades así se
convierten en una perversa lupa, siempre agrandando lo evidente. Los pobres
parecen más pobres y las congojas más hondas. Los problemas, algunos dormidos
el resto del año, se clavan y te remueven el alma como un millar de esquirlas
en la piel. La soledad, el rechazo o el ninguneo de los demás se vuelven
auténticas tragedias si no contamos con una firme base que nos sustente el
alma. Las separaciones, los desencuentros y las pérdidas parecen una
especie de travesía por el desierto, en
medio de una tormenta de arena y sin una gota de agua…
A mí me complace pensar que esa misma lupa también aumenta las
bonanzas. Somos muy distintos y cada
persona necesita recorrer su camino, vivenciar sus propias experiencias para darse cuenta de que la «Navidad» es un
nacimiento, un principio, un nuevo comienzo, un aliquid novi . Pero esta experiencia solo puede transitar nuestros
corazones. Me refiero al corazón de cada cual, porque nadie va a decirnos cómo tenemos
que sentir: es un descubrimiento al que se arriba poco a poco, de forma personal
e intransferible.
La creciente luz de este
solsticio invernal nos invita a la «Natividad» de algo nuevo en nuestra vida: depende de ti, comienza, se trata de
ti. Y así, como preconizaban los que nos precedieron, todos los años
podríamos «volver a nacer», a concedernos una ocasión para renovar toda la
negatividad que hemos ido acumulando a lo largo del año.
Nuestros sentimientos son
libres, y de ninguna manera podemos (ni debemos) sentir lo que desde fuera nos
viene impuesto como una rígida orden militar, como el deseo gregario que
subyace a ese impulso de hacer todo el mundo lo mismo. Sin embargo, podemos
aprovechar esa misma libertad para planear encima de las
ridículas obligaciones sociales de esta época, carente de valores y anegada de
tópicos. Llamemos a las «tradiciones», las verdaderas, las que se viven desde
el corazón, por su auténtico nombre. Como dicen los poetas: las auténticas
raigambres anidan en el alma. Y si son auténticas nos permitirán mirar las
cosas con otro talante, pensar en los nuevos proyectos y en todo lo que aún
queda por hacer y vivir. Quizás intentar ver grandeza en lo más pequeño y disfrutar
de las cosas más sencillas, sin grandilocuentes apariencias o copiosos
banquetes…
Con el paso de los años, y de tantas
«navidades», he aprendido que así como la alegría es un estado transitorio, la
felicidad es un templo sagrado que vive en cada uno de nosotros. Y ese espacio,
tan privado y personal, no ha surgido de repente, digamos que es el resultado
del trabajo de muchos años, sinsabores y despropósitos, y, además, no depende de otros: está en nuestro interior. Por eso tengo claro que la «Navidad», en el sentido de un Nuevo
Comienzo, de un «Nacimiento» o de un permitir
que nuestra Luz interior siga creciendo aún en la mayor de las oscuridades,
supone un genuino y espinoso desafío cada año, sobre todo cuando en
tu salita de estar ya hay algunas sillas vacías…
Feliz Nacimiento a la Luz, Navegantes
silenciosos, que la Vida y esta nueva Natividad os siga regalando excelentes
cosechas de sueños, proyectos y deseos para el año que estamos a punto de
desempaquetar. “Podemos brillar, florecer
y fructificar en la época más oscura. Eso es Navidad: tu Luz interior creciendo
en la oscuridad.”
Desde mar
adentro os envío una ola de Paz, otra de Luz y una, muy grande, de Amor.
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