«Mi cuaderno de impresiones, cuentos, relatos, poemas, reflexiones y otras historias».
Ciento setenta y cuatro días sin ti,
Mamá, sí, los he contado. Dos estaciones con sus mañanas plomizas y sus lunas
deshinchadas. Casi medio año, y parece una eternidad. Porque el tiempo, según
va corriendo, se vuelve algo pastoso, subjetivo; una maraña de datos
escapándose a nuestro control. Cuando era pequeña su suceder me parecía
ordenado, como los caballitos de un carrusel: las
horas, los días, las semanas, los meses, las estaciones…, los años. Todo pasaba
y giraba, y no pasaba nada, o las cosas sucedían dentro de un calendario
organizado y natural. Hasta que un día te das cuenta de que, en el fondo, el
tiempo es algo que pertenece al sentimiento de cada cual, y que nos hemos
inventado una forma de medirlo para moldear el caos de la existencia. Nada más…
Y nada menos, Mamá. Dentro
de una semana se cumplirán seis meses y me doy cuenta de que me toca volver a
dejar miguitas en el camino, como Pinocho, Hansel y Gretel, para saber por dónde
continuar, para encontrar un rumbo y un sentido a mis huellas de asfalto
descafeinado. Solo eso, Mamá: volver a casa… pero sin ti.
Te marchaste la pasada
primavera. Emprendiste tu vuelo una destemplada tarde de sábado. Mientras
algunas parejas entrelazaban sus manos en la oscuridad de una sala de cine,
nosotros nos desplomábamos bajo los fluorescentes del hospital… Todavía
recuerdo cómo las gotas de lluvia de aquella primavera se confundían con mis lágrimas y, cómo el viento de abril,
despiadado, inmisericorde, me las robaba. Y empecé a hablar contigo con esa tenue
brisa que nos va anunciando la cercanía del estío: siempre te encontraba en sus
suaves caricias. Y luego, las espadas solares del verano me ofrecieron una
especie de paréntesis que me impedía pensar, casi recordar, casi respirar…
Pero
el dolor es un marca páginas que siempre asoma. Aquí te quedaste, parece decir.
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Y en el fragor de un
mercurio desbocado, durante mis noches insomnes, intentaba tener presente el
cuadro que pintamos juntas, durante tus últimos días en casa y en el hospital.
Hubo momentos en los que, incluso, me descubría llorando porque el más mínimo
roce de malestar me sacudía. Pensaba que me dolía el sofoco de la canícula,
pero tu ausencia punzaba mi alma más que una súbita puñalada. Y trataba de recordar, recordar... Empecé a sentir
pavor hacia las garras del olvido, esas que se encargan de arañar la apatía de la existencia. Horror a ese vacío
que se cuela en tu ánimo cuando algo más fuerte que tú te ha noqueado, y tu memoria
solo trata de protegerte graduando con precisión meridiana las dosis de sufrimiento.
Me propuse recordar, como
un ejercicio diario y pese al cansancio acumulado por el calor y la falta de
sueño, todas las veces que apreté tu mano regordeta y tibia, todas las veces
que te abracé, quizás cómo jamás lo había hecho, y todos esos «te quiero» que
se agolparon en mis labios en un intento de reavivar la llama que se iba
consumiendo, sin vuelta atrás… Y recordé, también, que ya te había dicho en
otras ocasiones ese «te quiero», que se derramaba a través del auricular en un
intento de apagar el fuego de nuestros enfados.
Y una madrugada, una de
tantas en las que me despertaba sin poder conciliar el sueño, rememorando la
tibieza y el amor que siempre he sentido al darte la mano, tu memoria me hizo
un regalo y se acercó a acariciar mi fragilidad… Tus manos, regordetas y
tibias, me llevaron a aquel momento de «no-recuerdo»…, a ese bosque desdibujado
y febril desde el que regresé de la inconsciencia a la que me vi abocada, con
once años, por una grave intoxicación. Pero el calor, el amor y la entrega de
tus manos me rescataron de las brumas desconocidas de ese extraño bosque. «No
me hagas esto… no me hagas esto…». Sostenían un zumo de naranja cuando
desperté… ¡El mejor zumo de naranja que he tomado en mi vida, Mamá! Y desde
aquel preciso momento, ya nunca dejé de creer en ti, en las princesas y en los
dragones, y en los príncipes que siempre las salvaban.
No es fácil seguir sin ti,
Mamá. Sin tus manos, sin escuchar tu voz, sin tu olor, sin poder reír contigo, una
vez más… One more time…
Pero he comenzado a atisbar, en el transcurso
de este duelo, que solo cuando pierdes a alguien muy querido caes en la cuenta
del corcho que nos rellena el alma. Y entonces sientes la aspereza de vivir
enfrentados, cuando la vida nos despliega una espectacular alfombra en la que
mullir nuestros mimos, sin perder ni un solo segundo.
Tu último viaje, Mamá, nos
ha regalado la maravillosa y única oportunidad de enmendar nuestra anodina
existencia. Y siento, percibo, intuyo con todo mi ser, que sigues siendo mi
mejor maestra, y ese será el bastión que se alce por encima del pico más alto de las
montañas del olvido.
Y te seguiré buscando en
mis sueños…, pero SIEMPRE te hallaré en mi corazón.
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¡POR FAVOR, NAVEGANTE DE "MAR ADENTRO",
NO TE VAYAS SIN DEJAR TU TINTA
EN ESTE HUMILDE TIMÓN,
AL ALBUR DEL BARLOVENTO!