Samuel, el mago. Ilustración: © Gema Garcia Ingelmo |
Samuel se sentía muy decaído. De su sombrero «mágico» de doble fondo extraía una hilera de pañuelos anudados de todos los colores. Un niño aplaudía, entusiasmado, desde su cochecito mientras su madre dedicaba a Samuel un mohín indolente que provocaba en el mago callejero aún más desgana. Las palomas, con sus abultadas pecheras blancas, caminaban a saltitos en su afán de picotear las migajas esparcidas por el suelo; cuando levantaban de nuevo el pico, unos ojos redondos y negros como bolitas de pimienta escrutaban, nerviosos, al parvo grupo de espectadores. Algunas personas que pasaban por allí se acercaban, curiosas, hasta el lugar donde Samuel prodigaba su repertorio de trucos, pero rápidamente abandonaban el pequeño círculo que se había congregado en la «Plaza de la Bohemia», aquella nublada mañana de primeros de noviembre. Un cielo estático y plomizo amenazaba con vaciar los hinchados vientres de las nubes otoñales.
Cansado, el mago dedicó una silenciosa reverencia a su escaso público y ofreció un platillo en busca de algunas monedas. Pero la pequeña concurrencia se disgregó sin aplaudir siquiera; parecían programados para, de repente, hacer algo distinto. Tan sólo un anciano de andares resueltos se acercó a él y depositó en el fondo de su sombrero unos objetos de colores. Sus ojos, verdes con irisaciones de ría marina y festoneados por un montón de arruguitas, dedicaron un brillo cálido y generoso a los del mago, tristes y distantes. Descubrió que el viejo le había dejado una cápsula blanca muy pequeña y una especie de cristal ovalado verde esmeralda, mucho más grande y envuelto en celofán. Samuel, confuso y sorprendido, se dirigió a él que lo observaba con simpatía: «Pero… ¿qué diantres es esto, abuelo? Yo…»