LA JUANA

Acodado en la ventana de aquella lánguida y fría habitación de hotel, sentí una cálida tristeza mientras observaba una amplia lámina publicitaria de un nuevo licor con unas bellas y cuidadas letras de color oro. Su intermitente luz de neón estimulaba el deseo de llevar a nuestros labios algún sorbo de aquel mágico fluido. Un solo reflejo, un parpadeo, y las letras brillaban como la más diminuta pepita bajo las aguas de un caudaloso río. Aquellos destellos dorados traían a mi memoria la imagen de las lentejuelas del maravilloso traje de la Juana y del cartelón que la anunciaba en mi pueblo, unos días antes de su anhelada actuación. Asistíamos expectantes a la colocación del cartel todos los veranos; siempre los mismos hombres, que entre chanzas y risotadas lo colgaban con cuidado de la ventana del ayuntamiento, mientras nosotros jugábamos a fútbol y contemplábamos embelesados esos signos luminosos, cómplices de nuestros deseos… Fijos nuestros ojos en las brillantes letras que formaban el nombre de la protagonista:

L-A J-U-A-N-A.

Las muchachas soñaban con bailar y moverse con la misma sensualidad que ella; y nosotros… ¡ay!, nosotros soñábamos con estrecharla entre nuestros brazos refulgiendo como una estrella. Parecía no importarnos que la Juana, cuando no contorneaba sus caderas, fuera coja por las secuelas de la polio y que su ojo de cristal, sustituto del que perdió en la guerra a consecuencia de una desafortunada bala perdida, mirara siempre en la misma dirección con hierática frialdad.

Ese cartel publicitario frente a la habitación de mi hotel albergaba un mensaje dorado muy similar al que quizás, un buen día, seduciría también a la Juana con aquel maravilloso brebaje que prometía vestir de azúcar las penas más hondas… El mismo fluido sibilino por el que ya nunca volvería a bailar, tapizando de malva el rincón más desabrido del cementerio.

Villalba, Octubre de 2009.