«Las tres enfermedades del hombre actual son la
incomunicación, la revolución tecnológica y su vida centrada en el triunfo
personal» J. Saramago.
En esta
comarca no existen reyes, aficionados o vasallos de las Letras; sólo la magia
de los artesanos de la Palabra que intentan comunicar.
Amanda
se salió de la carretera. No por accidente, lo eligió por voluntad propia. Se había
cansado de pisar el acelerador en aquella carrera absurda, el viaje a la
decepción y al reconocimiento efímero. El sistema se parecía mucho al de las
máquinas tragaperras: insert hopes… Sí,
alguna vez salieron las cinco campanas o las apetecibles cerezas, todas
juntitas, anunciando el ansiado premio, que casi nunca llegaba al doble de lo
invertido en dedicación. Así era el «juego» y debía aceptarlo… ¿o no?
Pero
siempre se desplegaba una siguiente vez, como ese pellizco que mueve el ansia
para echar más monedas o encender otro cigarrillo. Pese a conocer los efectos
adversos de una toxicidad mantenida, Amanda volvía a las carreras. Solo debía manejar
con presteza los pedales y las marchas para la conquista de esa imaginaria y
falsa línea de meta, entre los primeros….
Con
idéntica conducción, otros llegaban antes. Muy consciente de su esfuerzo y
constancia y de que su trabajo era bastante aceptable, Amanda se preguntaba sobre
su empeño en demostrarlo a todas horas. ¿Por qué continuar en esa carrera de
fondo y sin sentido? Se temía que de
nuevo el e-g-o —el gran organizador— (de falsos sueños), se había adueñado del
volante y de la incoherencia que, igual que un fantasma, vivía pegada a la
imaginaria e insana necesidad de control. Quizás necesitaba gritar a los cuatro
vientos aquello de:
«¡Eh!, ¡mira qué bien lo hago!, ¡soy el
mejor… entre muchos y en una prestigiosa vía!»
Se
había distanciado de las relaciones de verdad, del calor de los abrazos amigos
auspiciados bajo las ramas de la comprensión. Dentro de su mundo de asfalto y
ruedas cansadas creía que aquello era lo verdadero; simples jirones de imágenes
a través de un confuso y opaco cristal. Tan sólo la conducción y algunas
palmaditas de vez en cuando, el azucarillo que te metía en el alma el pillín
manipulador.
Conductores
del montón jugando a ser pilotos de Fórmula Uno. Amanda sonrió con este
pensamiento. Alguien le había plantado una inmensa y postiza nariz colorada
para que intentara divertir a un grupito de aficionados. Sentía como si llevara
un tupido abrigo en pleno agosto… Ella amaba conducir; sin embargo, comenzó a
detestar la competición y las carreras. El desatino de atesorar esas copas
engalanadas que mostraban el lustroso reconocimiento en un vial cada vez más
atestado de conductores y de coches de todas clases.
Muchas veces la conducción era impecable pero se quedaba en la franja del
medio, en ese espacio atiborrado de coches que seguían soñando con las cinco
campanitas. Y entonces el ego (el-gran-organizador),
se enroscaba en su oreja como un diablillo y la amonestaba con susurros de
mediocridad que se clavaban en su ánimo igual que un aguijón colmado de ponzoña.
Esa especie de «territorio comanche», tierra de nadie, no era su sitio y
Amanda lo sabía. Debía buscar su hueco por otros recorridos, carreteras
secundarias que conducen a lugares en ninguna parte, sin alias o apellidos…
Vericuetos que le ayudarían a descubrir las zonas neutras, donde uno conduce sin
ansiedad, sintiendo los tibios dedos del viento enredando en sus rizos maduros.
No ambicionaba más. Manejar su coche al compás de una velocidad cómoda, la que ella
eligiera en cada etapa, arrobada por los ecos salados y el regusto turquesa del
mar. Sólo así sería capaz de disfrutar del paisaje.
Gracias a la carrera, Amanda descubrió cómo la felicidad se parecía mucho a
aquello que siempre viajaba muy cerca de ella y que, sin embargo, había
arrinconado merced a un espejismo. Lo importante estaba en lo pequeñito y en
los gestos cotidianos de amor. Algunos rayos de sol se colaban por su ventanilla
dibujando cálidos sesgos en el mismo cristal que, un momento antes, auguraba
tintes oscuros y opacos. Ofrecía una luz grata, apacible. Un sol que ya no
quemaba y que les permitía disfrutar de la conducción sin aparentes quimeras o
inalcanzables ilusiones, a ella y a otros también exhaustos de las carreras.
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Paseo por Navacerrada Foto: © Mar Solana
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Entre tanto conductor anónimo y egocéntrico, Amanda había descubierto a
otros de carne y hueso y sentía una gratitud sin parangón. Algunos habían
bajado la ventanilla y, más relajados, le habían regalado su guiño de cereza. Otras
veces, pisó el freno y se apeó para abrazarlos, sentirlos. Conductores sencillos
de coches humildes, personas de gran catadura que disfrutaban de su esfuerzo y
trabajo sin halagos de merengue. Con amor y sinceridad, habían dejado sus huellas
de manzana en el falso humo de la velocidad.
Habían descubierto, como Amanda, que más allá del procaz visillo que todo
lo cubre, hasta lo más falaz, existe la claridad de lo espontáneo y sincero, de
lo afable. Porque de los sueños de papel y letras también uno se despierta y
debe estar preparado para no dar de bruces contra el rígido y monocorde gris
del asfalto.
© Mar Solana.